Capítulo 2: Primeras Quedadas – Cuando la Pantalla Cobra Vida
La primera quedada fue en un bar discreto del centro. No era un club ni una fiesta privada, solo un punto de encuentro donde romper el hielo sin presión. El aire estaba cargado de nervios y curiosidad, como si todos supiéramos, sin decirlo, que algo importante estaba a punto de empezar. Reconocí a Pan por su gorra negra, a Dionisio por la forma en que sostenía la copa, y a Calíope por esa risa inconfundible que ya conocía de los audios. Al principio, las charlas se movían por terrenos seguros: el trabajo, los viajes, anécdotas inocuas. Pero bastaron un par de rondas y unas cuantas sonrisas para que la confianza empezara a relajar los hombros y aflojar las lenguas. —Yo creía que iba a ser más raro... —comentó Ishtar, dejando escapar una risa tímida—. Pero me siento... como en casa. Fue Baalat quien rompió de verdad el hielo. Alzó su copa y propuso un brindis que nos sorprendió por su sencillez y fuerza: —Por el respeto, por la libertad, y por la honestidad de estar aquí. Todos aplaudimos. En ese instante, entendí que algo había comenzado. La sensación era curiosa: familiaridad con desconocidos. Porque aunque era la primera vez que nos veíamos, ya sabíamos cosas íntimas unos de otros. Lo dicho en los chats flotaba en el aire, pero ahora con cuerpo y mirada. Pan, con esa serenidad que lo caracteriza, se encargó de relajar el ambiente. —Esto no es una entrevista —dijo con una media sonrisa—. No hay que dar explicaciones. Venimos a conectar, no a rendir cuentas. La noche fluyó con una naturalidad inesperada. Algunos se fueron juntos. Otros intercambiaron números. Nadie forzó nada. Nadie juzgó. Una semana más tarde llegó la primera gran fiesta. Esta vez en un apartamento cálido, decorado con luces suaves, música envolvente y ese aire de nerviosismo elegante que se respira antes del estreno de una obra. Allí conocí mejor a Selene, que hablaba poco, pero escuchaba con una intensidad que te dejaba desnudo. También a Afrodita, que reía con el alma, como si cada carcajada fuera un acto de rebeldía luminosa. Y a Tánatos, reservado, pero con una mirada que se encendía cuando alguien decía una verdad desde el pecho. Esa noche descubrimos que el juego no era solo físico. Era emocional, mental, incluso espiritual. Cada mirada tenía intención. Cada roce, una pregunta que pedía permiso con la piel. Lo que más me sorprendió fue el cuidado. Sin necesidad de normas escritas, todo fluía con respeto. Nadie invadía, nadie presionaba. Había un código invisible que todos conocíamos: aquí no se venía a consumir cuerpos, sino a compartir vivencias. Afrodita, en un momento de complicidad, se acercó y me susurró: —¿Tú también pensaste que esto era solo sexo? Asentí, sin vergüenza. —Yo vine por el morbo —confesó—, y me encontré con una familia. A partir de entonces, las quedadas empezaron a tener alma propia. A veces eran íntimas, otras multitudinarias. Algunas veces solo charlábamos. Otras, nos tocábamos sin hablar. Pero siempre, siempre, había respeto. Y eso lo hacía todo posible, sin que nada fuera obligatorio. Y ahí fue cuando lo entendí: lo que parecía un simple juego terminó siendo un espejo. Nos mirábamos en los ojos del otro y descubríamos deseos, miedos, necesidades... y también límites. Entendíamos lo que buscábamos… y lo que ya no queríamos.